¿A qué llamamos “nuevo urbanismo”?
El concepto de smart city es una promesa futurista: sensores que regulan el tránsito en tiempo real, sistemas que monitorean el consumo de energía y aplicaciones que facilitan la gestión de servicios públicos. Sin embargo reducir la inteligencia urbana a un despliegue de aplicaciones es quedarse en la superficie del concepto. Una ciudad verdaderamente inteligente no es aquella que acumula pantallas, sino la que utiliza la tecnología para hacer que la vida urbana sea más equitativa, humana y sostenible.
AMBIENTE Y DESARROLLO SOSTENIBLEECONOMÍA E INDUSTRIA


Una smart city es una ciudad que utiliza, datos, planificación y tecnología integrada para mejorar la calidad de vida, hacer más eficiente el uso de recursos y garantizar una política de sostenibilidad. Allí la tecnología no es protagonista, sino un soporte para reordenar la infraestructura: mejorar la movilidad pública, acercar servicios básicos como salud y educación al radio barrial, fomentar el comercio de proximidad y crear espacios verdes accesibles en cada barrio.
Esto abarca distintos campos que atraviesan la vida cotidiana de la ciudad. En primer lugar, la movilidad. Una smart city busca que el transporte público sea más eficiente mediante sistemas monitoreados en tiempo real, que permiten anticipar demoras y rediseñar recorridos según la demanda. A esto se suman aplicaciones que informan el estado del tránsito y ciclovías planificadas con base en datos de uso, lo que fomenta una movilidad más sustentable y reduce la dependencia del automóvil privado.
También la energía y los servicios son un pilar fundamental de estos proyectos. Las redes eléctricas inteligentes no solo distribuyen mejor la carga, sino que anticipan fallas y evitan cortes masivos. La iluminación LED con sensores de movimiento optimiza el consumo y reduce el gasto público, mientras que los sistemas de riego que reutilizan aguas recicladas permiten un manejo más responsable de los recursos en contextos de escasez hídrica.
Otro eje clave es la gestión ambiental, que se apoya en sensores capaces de medir la calidad del aire y del agua en distintos puntos de la ciudad, generando información que antes no estaba disponible. Los sistemas de alerta temprana frente a inundaciones o incendios se vuelven cada vez más necesarios en un contexto de cambio climático. Además, la incorporación de infraestructura verde —parques de lluvia, techos vegetados o corredores arbolados— ayuda a mitigar el calor urbano y a hacer más habitables los barrios.
Por último, la gobernanza es el factor que permite articular todos estos avances. Las plataformas digitales no solo acercan el Estado a la ciudadanía, sino que habilitan formas de participación directa: desde reportar fallas en la vía pública hasta decidir, mediante presupuestos participativos, qué obras priorizar en cada barrio. De este modo, la inteligencia urbana no se mide solo en sensores, sino también en la capacidad de sumar voces y construir decisiones colectivas.
La ciudad de los 15 minutos
Este nuevo diseño urbano mira hacia la idea de “ciudades caminables”, donde la escala barrial recupera centralidad frente a la lógica expansiva y dependiente del automóvil. El paradigma de la ciudad de los 15 minutos, impulsado en París y replicado en Barcelona con las supermanzanas, plantea que todos los servicios básicos deben estar a pocos minutos a pie o en bicicleta. En este modelo, la proximidad no es solo una comodidad urbana sino también un derecho fundamental, ya que permite reducir tiempos de traslado, mejorar la calidad de vida, disminuir emisiones contaminantes y fortalecer el tejido social al revalorizar la vida de barrio.
En este camino, las smart cities aparecen como un complemento que no reemplaza la proximidad física, sino que la refuerza. La tecnología aplicada a la gestión urbana puede ayudar a ubicar estratégicamente los servicios, anticipar la demanda de transporte o identificar qué barrios necesitan más espacios públicos. Al integrar conectividad digital con escala humana, el nuevo urbanismo propone un equilibrio: caminar la ciudad y, al mismo tiempo, aprovechar las herramientas tecnológicas para que esa experiencia sea más accesible, eficiente y justa.
Falencias en Argentina: tecnología sin planificación
En Argentina, el concepto de smart city suele llegar de manera fragmentada. Existen aplicaciones de movilidad, sensores de tránsito o programas de gestión digital, pero la ciudad real sigue marcada por problemas estructurales. El transporte público está saturado, las redes de agua y cloacas resultan insuficientes, el déficit habitacional persiste y los espacios públicos se distribuyen de forma desigual. Este es el riesgo de implementar tecnología sin atender primero las necesidades básicas de infraestructura y servicios. Una app para saber a qué hora llega el colectivo no resuelve que este tarde una hora por falta de carriles exclusivos.
El verdadero desafío para Argentina no pasa por imitar el modelo tecnológico de las ciudades globales, sino adaptar esa visión a sus propias urgencias. Se necesita un transporte eficiente, acceso universal al agua potable, espacios públicos de calidad y viviendas dignas. Una ciudad inteligente no puede limitarse a unos pocos barrios céntricos mientras la periferia se hunde en la precariedad. La verdadera innovación será lograr que lo “inteligente” no se mida en cantidad de sensores, sino en la capacidad de reducir desigualdades.
Participación: la inteligencia social
Un déficit central en el urbanismo contemporáneo es la falta de participación ciudadana. Incluso los proyectos urbanos más innovadores fracasan cuando se diseñan de manera unilateral, sin incorporar las voces de quienes habitan la ciudad. En Argentina la planificación urbana sigue siendo vertical, con mega-obras anunciadas “desde arriba”, con instancias de consulta limitadas o simbólicas. El resultado son proyectos que muchas veces no responden a las prioridades reales de los barrios.
Una ciudad verdaderamente inteligente, en cambio, sería aquella donde la ciudadanía pueda decidir dónde invertir en infraestructura, cómo distribuir los espacios públicos y qué prioridades atender primero. La inteligencia, en este sentido, no está solo en los sensores, sino en la capacidad de escuchar y construir políticas urbanas con la gente y no solo para la gente.
Hacia una agenda local
Para Argentina, pensar en smart cities no debería ser un ejercicio de imitar modelos extranjeros, sino de resolver deudas locales con una lógica más moderna y justa. Esto implica avanzar hacia una infraestructura resiliente, capaz de garantizar agua potable, cloacas, energía y transporte que resistan las crisis climáticas y acompañen el crecimiento urbano. También supone apostar por soluciones verdes que integren corredores arbolados, techos vegetados y plazas de agua que ayuden a mitigar el calor extremo y a mejorar la calidad ambiental de las ciudades. Finalmente, el verdadero salto está en construir una gobernanza participativa, con presupuestos realmente abiertos a la decisión ciudadana, sistemas de datos accesibles y procesos de co-diseño que permitan que los barrios sean protagonistas en la transformación urbana.
Las ciudades del futuro no serán aquellas repletas de pantallas, sino las que garanticen que cada habitante pueda vivir mejor. Una smart city no se construye con tecnología importada, sino con infraestructura sólida, gobernanza participativa y un compromiso real con la equidad urbana.