El caleidoscopio del desarrollo argentino
En un momento donde el desarrollo está en el centro del debate público en Argentina, es crucial cuestionar nuestro verdadero nivel de progreso. Con indicadores que presentan avances y desafíos, nuestra propuesta es examinar el desarrollo argentino desde una perspectiva interdisciplinaria, reconociendo su complejidad y la necesidad de un análisis basado en evidencia para lograr un desarrollo sostenible y equitativo.
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En los albores de este nuevo ciclo político, el concepto de desarrollo regresó al centro del debate sobre lo público en nuestro país. Modelos, índices, y estrategias de desarrollo pueblan los discursos de dirigentes y economistas, de oficialistas y de opositores.
El contexto nos lleva a plantearnos: ¿cuál es el nivel de desarrollo de la Argentina? Si estamos “en vías de desarrollo”, ¿en qué tramo de esas vías nos encontramos? Y aún más, ¿estamos avanzando? ¿Detenidos? ¿Retrocediendo? Las respuestas a estas preguntas son la base de decisiones estratégicas para ―intentar― alcanzar el desarrollo; sin embargo, no todo es tan sencillo como parece.
A pesar de su virtual ubicuidad, el término desarrollo carece de una definición única; su contenido varía según la perspectiva desde la que se lo piense. No vemos lo mismo cuando miramos el desarrollo humano que cuando estudiamos el desarrollo económico o la desigualdad, aunque todos ellos son interdependientes entre sí. Nuestra propuesta es dar una mirada a través del caleidoscopio del desarrollo argentino.
Si vemos el Índice de Desarrollo Humano elaborado por Naciones Unidas, la Argentina se destaca entre los países con desarrollo “muy alto” en todo el mundo, y somos 2° en la región. Además, nuestras cifras de expectativa de vida al nacer, años de escolarización, y PIB per cápita, crecieron en los últimos 30 años. Sin embargo, la desigualdad de ingresos se mantiene a niveles similares a los de hace cuatro décadas (un coeficiente de Gini de 0,41), habiendo crecido y luego caído considerablemente.
Los niveles de pobreza también nos pintan un panorama distinto: la pobreza monetaria gira en torno al 40%, menos que durante la crisis del 2001 pero mayor a los índices de principios del menemismo. Además, los datos de escolarización esconden la caída en resultados educativos, evidenciado en el retroceso y estancamiento de nuestro puntaje en pruebas PISA desde el 2000, al igual que por la retracción de indicadores de lectocomprensión en la escuela primaria.
No obstante, otros índices son esperanzadores: tanto la pobreza multidimensional como la proporción de hogares con necesidades básicas insatisfechas se redujo sostenida y considerablemente desde la vuelta a la democracia; también descollamos a nivel mundial en el IDH según género y el IDH ajustado por presiones planetarias. Y aun así, resta pensar en incontables otras caras del desarrollo ―¿qué pasa con nuestra democracia y nuestras instituciones?―, en lo que queda fuera de los índices, y especialmente lo que simplemente no se puede medir.
¿Qué nos quieren decir estos datos? Que el desarrollo, la mejor meta a la que podemos aspirar colectivamente, es imposible de resumir a una cifra. Su complejidad hace necesario estudiarlo de manera interdisciplinaria, para conocerlo partiendo de la evidencia, y así poder alcanzarlo.
Sebastián Uria Minaberrigaray es Lic. en Ciencia Política (UCA). Actualmente se desempeña como Director de Investigación en CEIPeD. Es asesor legislativo en la Cámara de Diputados de la Nación Argentina y Asistente Ejecutivo en la Comisión de Asuntos Europeos del Centro Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI).