La violencia sexual como arma bélica: el caso de la RDC
En la República Democrática del Congo, la violencia sexual se ha convertido en un arma de guerra que destruye comunidades desde adentro, apuntando tanto a la continuidad biológica como al tejido social. Dolores Gugliardi analiza cómo este fenómeno trasciende el género, afectando a mujeres, niñas, hombres y personas LGBTIQ+, y plantea un interrogante incómodo: ¿no estamos ante un genocidio silencioso? Su texto explora la brutalidad sistemática, las secuelas a largo plazo y la limitada eficacia de la justicia internacional para frenar un patrón de agresiones que redefine los campos de batalla.
POLÍTICA INTERNACIONAL


El mundo atraviesa el pico más alto de conflictos bélicos desde la Segunda Guerra Mundial. Esto, por supuesto, implica niveles de violencia inéditos. En este contexto, el caso de la República Democrática de Congo se destaca de los demás por la crueldad que presentan sus agresiones. En febrero, sólo entre sus fronteras se producían una media de más de 60 violaciones al día. La violencia sexual se ha vuelto intrínseca a este conflicto armado. Se presenta una escalada histórica de este tipo de ataques a manos de fuerzas armadas estatales, rebeldes y civiles, las cuales muchas veces acaban siendo indiferenciables. Como resultado, se ha tornado imposible distinguir perpetradores de distintos bandos. Una vez que los conflictos pasan y estas agresiones ya se han producido, con más o menos que perder pero sin las manos limpias, ninguna de las partes involucradas tiene intenciones de llevar a las cortes internacionales estos delitos.
La violencia sexual se ha convertido en este país un elemento destructor la continuidad biológica, social y cultural de pueblos completos a través del cuerpo de las mujeres que se transforman en auténticos campos de batalla. Existen argumentos para que algunos autores lleguen a emplear el término genocidio. Tal razonamiento encuentra sustento, por ejemplo, en la puesta en práctica de la violación, mutilación genital y tortura, como mecanismos de limpieza étnica dentro de un plan de acción.
Este fenómeno afecta no sólo a personas de género femenino mayores de edad, sino que alcanza a sujetos que se encuentran transitando la infancia, a hombres adultos y otras personas del colectivo LGBTIQ+. Es así como podemos establecer tres tipos de violencia sexual:
Contra las mujeres y niñas, por su género. 18% y 40% de los casos de violencia sexual, respectivamente, en RD Congo.
Contra personas LGTBIQ+ por su identidad, expresiones o prácticas.
Contra varones y niños, con una intención de feminizar y homosexualizar sus cuerpos e identidades. 4% y 24% de los casos en RD Congo.
En este sentido, Rita Segato establece que, tanto en el caso de hombres como de mujeres, existe una intención de sometimiento de la identidad en lo “femenino”. Se trata de una “pedagogía de feminidad como sometimiento”, que esconde detrás la idea de la matriz binaria y patriarcal de que todo aquello asociado a lo femenil es inferior y dominable. Ser doblegado por un otro mediante algún formato de violencia sexual es antónimo de masculinidad. Ser objeto de una agresión se vuelve un componente propio de un ser débil y no de un hombre, sin importar el sexo o género de la persona subyugada. La violencia sexual se desarrolla en el “campo de batalla de los cuerpos”, que se poseen para impactar en las identidades de los seres humanos y la comunidad a la que pertenece el sujeto agredido.
El llamado a poner fin a la impunidad de los culpables es para muchos la solución definitiva al problema de la violencia sexual en la guerra. Esto supone que el enjuiciamiento es un poderoso elemento de disuasión, aunque hay poca evidencia empírica que apoye esta suposición. Pero para que haya juicios, alguien tiene que presentar denuncias. Y muchas violaciones —especialmente las cometidas contra hombres— no se declaran. Esto lleva a que, por ejemplo, el Comité Internacional de la Cruz Roja use lo que llama “carga de la prueba inversa”, donde el personal de asistencia humanitaria opera bajo la presunción de que, a menos que se pruebe lo contrario, la violación es endémica en cualquier contexto dado.
Los efectos negativos a largo plazo de la violencia sexual relacionada con conflictos también son evidentes. Los actos en tiempos de guerra afectan a la violencia de posguerra en la esfera privada, con la familia. La violación sexual en RD Congo, por ejemplo, suele ir acompañada de brutalidad, amenazas y actos extremos de tortura, como introducir un fusil en la vagina de la víctima, penetrar con un puñal, un trozo de madera o hasta clavos oxidados en el cuerpo ultrajado. En muchos casos, los agresores disparan durante la violación o después de ella, a veces dentro de los genitales. Estas violaciones se han producido en público, delante de la familia, a madres e hijas, a las que a veces se ha obligado también a mantener relaciones sexuales con familiares, incluidos hijos y hermanos. En estos casos, la tortura además de dejar daños físicos, deteriora el tejido social.
Todas estas agresiones con sus variantes suceden en caminos, campos y en la propia casa de las víctimas, de camino a escuela o la iglesia. En muchas zonas el temor a salir solas limita las oportunidades que mujeres y niñas tienen de ir a por agua.
Al escuchar la crueldad de las torturas que acompañan la violencia sexual a que son sometidas las víctimas se comprende que hablar de genocidio no es una exageración. La violencia sexual en contextos bélicos merece un lugar en los campos de estudio internacionales, ya que la muerte muchas veces no es el límite para una agresión.